Las Casa de Pisa | Sentencia contra una constructora que no había terminado la obra
Me llamaron sobre las diez de la noche, de un día frío de invierno, un cliente inglés. Se había caído una casa de su vecina, de las 42 casas, de la urbanización donde él vivía, a noventa kilómetros de mi despacho y domicilio. No tenía ni idea, qué es lo que podría hacer un abogado con eso. Pero quien me llamaba, daba por supuesto que debería ir con un arquitecto.
Llamé efectivamente al arquitecto más cercano, le expuse la llamada y en diez minutos lo recogía con el coche, e íbamos al lugar.
Nos encontramos una señora llorando, rodeada de vecinos extranjeros que la consolaban, porque efectivamente la casa –un chalecito unifamiliar de esa urbanización- había hecho “crack”, “crack”, y se había venido literalmente abajo.
A la señora no le había pasado nada, pues cuando comenzaron a sonar las aperturas de grietas, y el techo caía en otra habitación, le pilló en la cocina, y salió a tiempo, al raso de la calle.
Yo, ya hablaba inglés, limitándome a traducir lo que el arquitecto decía. Había que desalojar la casa. Y él como arquitecto, estaba autorizado por ley, a dar la orden de desalojo. Yo no tenía ni idea que pasaban esas cosas, ni que las casas hacían “crack”, “crack”, ni del desalojo que ordenaba el arquitecto. A la señora la acogieron solidariamente los vecinos esa noche, y al día siguiente temprano me puso a trabajar en el tema.
No me avergüenza, sino todo lo contrario, reconocer ahora, (ni en su momento), el no tener ni idea a lo que me enfrentaba. Ni idea de lo que jurídicamente había que hacer, y ni idea del entorno al que tenía que hacerle frente. Ni idea tampoco de que afrontaba un campo de tremenda especialización, absolutista y excluyente, y que me iban a tratar como un intruso, aunque con el tiempo, en ese huerta, nos hemos ganado la vida, mis colaboradores, -arquitectos y abogados- y yo mismo, durante casi los últimos treinta y cinco años.
Para empezar, los arquitectos en aquellos tiempos se consideraban dioses. Y sus colegios profesionales y sus abogados, por mimetismo, se lo creían también. Se creían ellos, los dueños del lenguaje. Si yo osaba mencionar la palabra jácena, o viga, zuncho, grieta, fisura, o asiento diferencial, cimentación superficial en relleno o algo así, terminología que ahora cualquier persona normal entiende, ellos te miraban por encima del hombro con la expresión arrogante: “y éste, ¿que sabe de eso?”.
Volviendo al tema. Hablé con el Colegio de arquitectos, y con el abogado que rara vez los defendía, -porque no había muchas demandas contra ellos, pues eran dioses-. Le expuse el tema.
Ni remotamente hacían responsable a su arquitecto, y si quería, que le echara la culpa a otros. Ellos eran arquitectos, gremio de técnicos superiores, cultos, y casi artistas. Me ofrecieron perdonándome la vida, aceptar entre 300.000 ptas y 400.000 ptas (hoy entre 1.800 € y 2.400 €). Como era obvio me negué.
Salí decepcionado y cabizbajo de la entrevista. Preparé entonces concienzudamente una demanda contra el Arquitecto, la Promotora, la Constructora y el Aparejador.
Me enteré a través de mi arquitecto, que la urbanización estaba en un sitio dudoso, de terrenos que parecían de echadizo. Constaté, que la construcción y cimentación de las casas estaba resuelta por muros de carga sobre una zanja perimetral muy superficial. Pero lo peor, que en el terreno donde se ubicaba la urbanización, sus calles, y los 42 chalets,habían aparecido restos de ánforas, es decir, tenía restos antropológicos. Es decir que desde hace miles de años hubo asentamientos humanos, y en consecuencia en su subsuelo había restos de ellos. A poco de profundidad, -dos o tres metros-, el terreno no era firme. Para entendernos, eran rellenos.
Y en el siglo XX, sobre eso, algún dios actual, había proyectado y dirigido las obras de los chalets en cuestión, en total 42. Interpuse a lo largo de los siguientes 7 años, 42 demandas. Calculo que fui a aquella urbanización unas 300 veces, (300 de ida y otras tantas de vuelta), excluyendo los juicios, e incluyendo inspección de cada casa con mi arquitecto, reconocimiento judicial de cada casa, -pues lo jueces aceptaban de buen grado esa prueba para aprender en la práctica, para ellos mismos-, y acompañamientos al perito contrario. Se ganaron todas las demandas. Se consiguieron para cada uno de los propietarios como 50 veces más de lo que me ofrecieron los primeros días para repararlas.
Como tenía un plano de la urbanización con las inclinaciones y cotas, para saber por donde circulaba el agua, cada vez que me encomendaba su casa un cliente nuevo de allí, sabía dónde estaba su asiento más grave, y la ubicación de la grieta más espectacular. En ocasiones, estaban escondidas dentro de los armarios empotrados, y ni siquiera las conocía el cliente.
¡Ah!, por cierto, se me olvidaba: todas las casas tenían dos cosas en común, su diseño –eran todas iguales- y el que TODAS estaban inclinadas como la Torre de Pisa. Si dejabas una bolita en el suelo, corría y corría que se las pelaba hasta la pared. Vamos, de coña.
Para mí, fue aquello, mi master particular, mi arranque, mi principio….. pero eso fue, hace unos treinta y cinco años, no precisamente ayer.
Francisco Moya. Abogado colegiado desde 1975. Socio fundador de DPcon S.L.
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